Pontevedra, 05 Marzo de 2019
Solemos pensar que estamos en posesión de la verdad. Que nadie es mejor que nosotros. Que somos los más listos, los que lo sabemos todo, los que menos nos equivocamos y, sobre todo, no solemos ver las potencialidades que tienen los demás. Es difícil aceptar quién es mejor que tú. Al menos en público.
Sin embargo, no hay nada más placentero que reconocer las virtudes de otros porque además, eso nos hace mejores. Cuando llegas a un nuevo grupo, de amigos, de familia o de trabajo, tienes una nueva oportunidad para ser sincero y reconocer las cosas buenas de otros. Cuando cambias de trabajo vas siempre con la duda de saber cómo serán, si alcanzarás a dar el nivel de los nuevos compañeros, si estarás a la altura de lo que esperan de ti porque, a fin de cuentas, eres un fichaje y se espera mucho de ti. Entonces empiezas a compararte con los demás y a analizar si estás en la media. Te exiges porque quieres dar lo mejor de ti y demostrar que tu mano se nota.
El problema es cuando te cruzas con alguien que supera todas tus expectativas. Alguien cuyo nivel es difícil de igualar. Alguien que, además, hace que tu mejores. Esa es la mejor virtud de cualquier compañero de trabajo, conseguir que los demás mejoren en sus desempeños. Son aquellos que, además de ejercitar sus tareas de forma impecable, con tesón, profesionalidad, seriedad y exigencia, hace que tú te contagies de su implicación. O mejoras, o mejoras. Porque tiene la misma ilusión y entusiasmo cuando le propones hacer algo nuevo, cuando le preguntas una duda, cuando le explicas tus ideas, o cuando se ofrece a ayudarte y te exige que subas el nivel.
Pasamos muchas horas en el trabajo, rodeados de personas con sus vidas, sus experiencias, sus reflexiones. Hablamos de nuestras vidas, nos confesamos, nos aguantamos… pero hay personas especiales que impresionan de cerca y que uno siempre recordará, incluso cuando ya no forme parte del equipo y deje paso a otro fichaje.
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