András, 20 julio de 2024
Día lluvioso de verano. El típico día gallego del mes de julio. Entre varios días de anticiclón, se mete uno de lluvia, oscuro, con buena temperatura, pero con aspecto otoñal.
Mi padre siempre cuenta que, en días como estos, mi abuelo se dedicaba a cortar leña en el alpendre porque no se podía hacer otra cosa. Él se pone melancólico cuando evoca aquellas vivencias. Yo mismo recuerdo aquellas escenas cuando era pequeño. Eran días oscuros, donde la lluvia lo impregnaba todo de un halo de tristeza, y el alpendre era el único lugar de la casa en el que se podía hacer algo de trabajo.
Para mí, el alpendre, era una auténtica caja de sorpresas, porque había de todo. Era como un enorme trastero en el que, además de aperos de labranza, se iba acumulando todo lo que sobraba en la casa de mis padres. El alpendre era el verdadero parque de atracciones para un niño de aldea, porque siempre encontraba algo con lo que poder “enredar”.
De aquello hace ya cincuenta años, el alpendre ha cambiado de uso y ha sufrido una merecida rehabilitación, pero sigue ahí, erguido, y manteniendo intactos todos aquellos recuerdos en su interior. Ahora estoy yo aquí, sentado en el mismo alpendre, desayunando y oteando el horizonte. Posiblemente en el mismo sitio en el que mi abuelo tenían apilada la leña que cortaba a mano con un enorme hacha. Ya no necesito cortar leña, los tiempos han cambiado, pero el recuerdo sigue intacto en mi memoria.
Puedo ver a mi abuelo Angelito, cantando y cortando leña en el alpendre. Y puedo verme a mí correteando a su lado y jugueteando con los trozos de madera. Recuerdo el olor de la madera recién cortada, recuerdo todo como si fuera hoy mismo. Pero ahora, todo aquello, solo sucede en mí mente. Lo que no ha cambiado es que sigue siendo “un bo día para fender leña no alpendre…”.
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